Guión: Peter Watkins
Voz en off: Michael Aspel, Peter Graham
Producción: Peter Watkins
Asistente de producción: Peter Norton
Productora: BBC
Fotografía: Peter Bartlett, Peter Suschitzky
Montaje: Michael Bradsell
Vestuario: Vanessa Clarke
Maquillaje: Lilias Munro
Sonido: Lou Hanks, Stan Morcom, Derek Williams
Diseño artístico: Tony Cornell, Anne Davey
Secuencias de acción: Derek Ware
Pais de producción: E.E.U.U.
Año: 1965
Duración: 48 min.
Las hostilidades entre China e Inglaterra cada vez son más candentes y, finalmente, el país del Este bombardea la ciudad de Kent con una bomba atómica. Los supervivientes habrán de enfrentarse a los efectos de la radiación así como a las revueltas de los saqueadores...
En 1962, Kennedy y Jrushchov jugaron, con el pretexto de los misiles cubanos (y sus equivalentes turcos, por el bando americano), a decidir la pertinencia de la muerte de centenares de millones de personas, según cifra reconocida por el líder soviético en su Declaración a los partidos comunistas obreros. Fue el punto climático de una tensión que amenazaba con hacer estallar la Tercera Guerra Mundial, una guerra nuclear de consecuencias impensables. Apenas dos años después de que aquello quedase en tablas con el acuerdo táctico de mantener desinformada a la opinión pública durante seis meses, Harold Wilson y su recién elegido gobierno laborista comienzan a desarrollar un programa de armas nucleares a gran escala en Gran Bretaña, rompiendo su promesa electoral de desarmar el país unilateralmente, e ignorando las protestas de la población. Peter Watkins, cineasta inglés que ha ido madurando en los años previos un lenguaje de falso documental influido por la Escuela Documental Británica, se propone cumplir con un deber que los aparatos de información estatal están evitando: informar sobre las consecuencias reales y concretas de un inminente ataque nuclear.
“La televisión británica de la época se mostraba bastante reacia a tratar el tema de la carrera armamentística, y había un silencio significativo sobre los efectos de las armas nucleares –un tema del que la gran mayoría del público carecía totalmente de información. Por lo tanto, propuse a la BBC hacer una película mostrando los posibles efectos de un ataque nuclear en Gran Bretaña, durante un estallido bélico entre la OTAN y la URSS, utilizando una pequeña parte de Kent, en el sureste de Inglaterra para representar un microcosmos.” En efecto, la BBC produjo el documental y estableció como fecha de estreno el 6 de agosto de 1966, aniversario de la destrucción de Hiroshima; pero una vez terminado, gobierno y BBC quedaron tan consternados que la cadena censuró la retransmisión, declarando que “el efecto de la película ha sido juzgado por la BBC como demasiado terrible para la televisión”. La película fue estrenada en salas comerciales (en Inglaterra con calificación X), y en 1966 recibió el Oscar al mejor documental, a pesar de ser una obra de ficción.
La enorme efectividad del documental de Watkins se basa en la perfecta sintonía entre forma y objetivo. El director construye su relato inscribiéndolo en el hueco que reclamaba ser cubierto, y por ello rueda imitando las técnicas de los noticiarios de la BBC, porque ésta es la noticia que no estaban dando, y es la principal que debían dar. La obra de Watkins se articula, en primer lugar, en función de una premisa histórica, partiendo de la escalada de tensión contemporánea entre los bloques de la Guerra Fría, y adelantándose en una serie de movimientos estratégicos perfectamente lógicos y posibles; prosigue con la documentación visual del acontecimiento y sus consecuencias, tomando como ejemplo a individuos concretos con los que todo británico (y en realidad, todo ser humano) podía empatizar; y se completa con entrevistas realizadas de la misma forma seca que las mostradas en los noticiarios. La credibilidad de los datos ofrecidos se sostiene en varias fuentes de primer orden, desde experiencias tomadas directamente de los efectos causados en la población civil de Hiroshima y Nagasaki, hasta consultas específicas a científicos, que después son expuestas por actores en el documental. Watkins deja claro que el país no está preparado ni por asomo para afrontar en términos de seguridad civil una catástrofe de una magnitud tan brutal, y que la gente tiene derecho a saberlo; los realojamientos forzosos excesivos darían paso al malestar y a los prejuicios, la racionalización y canalización de los alimentos, a la violencia civil. La voluntad de Watkins es explicarles a sus compatriotas que en las altas instancias se está jugando con sus vidas sin su conocimiento o permiso: a través de la información les devuelve el poder para decidir si alguien tiene el derecho de seguir haciéndolo.
El esfuerzo de Watkins se inscribe dentro de una tendencia propia de la época, de crítica entre desquiciada y melancólica ante la catástrofe definitiva, por parte de algunos de los mejores directores del momento. El más importante y recordado análisis de las causas lo realizó Stanley Kubrick en ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1963), donde el neoyorkino trazaba un retrato desde el absurdo de las causas (absurdas, insondables) del conflicto que había llevado a la actual situación. Aparte del tratamiento pop del tema de la bomba en las películas de ciencia-ficción americana de los 50, en Europa las consecuencias humanas son exploradas desde la cosmovisión particular de los autores, produciendo reflexiones tan dispares como la de Alain Resnais en Hiroshima mon amour (1959), Chris Marker en La Jetée (1962), Godard en Il nuovo mondo (1963), o el propio Watkins en The war game (1965) y su especie de segunda parte The gladiators (Gladiatorerne, 1969), rodada desde su autoexilio creativo en Suecia y también conocida como The peace game, donde imagina un futuro próximo en el que los países han acordado un medio alternativo de hacer estallar su violencia latente, enfrentando en espectáculos mediáticos a muerte a una selección de personas de cada país. En Japón, donde los documentales de ficción producidos para ilustrar lo que había pasado se construyeron desde una realidad tristemente cercana, surgirá la serie de filmes hibakusha (en japonés, “persona afectada por la bomba”) representada por Godzilla (Gojira, 1954); mucho después, se producirá una reflexión profunda en dos obras maestras: Lluvia negra (1989) de Imamura, y Rapsodia en agosto (1991), de Kurosawa.
En la actualidad, el ejemplo de The War Game y su voluntad de suministrar información fundamental ocultada o manipulada por los medios oficiales parece animar el empeño de cineastas como Michael Moore, quien en Fahrenheit 9/11 (2004) le regala al público americano imágenes de Irak tras los primeros bombardeos, pero no de la Irak virtual con aspecto de videojuego inocuo que retransmite en directo espectacular la CNN (y que aún le permitirá afirmar a algún dirigente que se trata de una guerra de precisión quirúrgica), sino de la Irak real vista desde el suelo, con sus calles arrasadas y sus víctimas civiles. El ejemplo antibelicista de la película de Watkins, aunque relegado al olvido oficial quizá por ser demasiado efectivo para su época y contexto, se ha prolongado sin embargo en silencio por algunas obras fundamentales de los últimos años, desde las descorazonadoras entrevistas ficticias a los soldados en La chaqueta metálica (Full metal jacket, 1989) hasta las aún más descorazonadoras entrevistas no ficticias a los soldados americanos que patrullan Irak en Fahrenheit 9/11. Siguiendo a Watkins, el juego de la guerra, del que asistimos en la actualidad a un ejemplo inquietante por ostensible, debería encontrarse siempre con alguna presencia incomodísima que completara los espacios omitidos, para devolverles a los directamente afectados la capacidad de decidir si lo inevitable no es en realidad provocado, firmado en función de beneficios particulares. Quizá lo verdaderamente terrible hoy, superado el equilibrio de potencias y demostrada la búsqueda de beneficios particulares, sea que los directamente afectados de una de las partes en conflicto sólo puedan asistir mudos a su propia destrucción, invasión, y saqueo, viendo cómo el resto del mundo aprueba y archiva notas de condena que no solucionan nada. Quizá el juego de la guerra, enfermedad terminal, incurable del ser humano, sólo se extinga con él, quizá en una próxima guerra nuclear como la imaginada por Watkins.*1
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