Título original: Vivir de pie. Las guerras de Cipriano Mera
Director: Valentí Figueres
Guión: Valentí Figueres, Helena Sánchez
Productor: Valenti Figueres Fotografía: Helena Sánchez
Montaje: Helena Sánchez
Música original: Ian Briton
Sonido: Verónica Font
Narradora: Mónica López (voz en off)
Intérpretes: Lluís Marco (Cipriano Mera)
Producción: Los Sueños de la Hormiga Roja
País de producción: España
Año: 2009
Duración: 124 min.
Web oficial: Vivir de pie.
Distribución: En España por Llamentol S.L., solo la hemos encontrado a la venta en DVD por 14,95 € en DvdGo.
Esta entrada en materia podría llevar a confusión. Que quedé claro, pues, que Cipriano Mera no tenía, en verdad, nada en contra del Che, ni en contra de su guerrilla, pero vivía en otro espacio-tiempo, en el de una España libertaria exiliada y destrozada, pero orgullosa de haber tentado el asalto al viejo mundo, en alguna treintena anterior, y de haber visto temblar sus bases. Yo formaba parte de esta España del gran sueño libertario, a mi pesar, de nacimiento, por accidente. Ella había impregnado mi infancia de sus cantos y discursos, repetidos hasta la saciedad. Había hecho que en mis oídos sonaran los nombres de algunos héroes conocidos, como Facerías o Sabaté. Había poblado mi universo mental de relatos - verídicos o legendarios - de la toma de Atarazanas, de las colectividades de Aragón y de la defensa de Madrid. A la edad en la que me despertaba a la cuestión social fue cuando decidí ser de esta España vencida y olvidada y, esta vez, de serlo por elección consciente. Cuando conocí a Mera, el viejo luchador iba a celebrar sus setenta años. Yo tenía diecisiete. Dicho de otro modo, nuestra relación fue, de entrada, maravillosamente desigual. El hombre era riguroso en el trabajo y exigente consigo mismo. Desde su punto de vista, la anarquía tenía que ver con la autoconstrucción de una ética de vida que,una vez se adquiría, no admitía ningún tipo de derogación. De ahí esta predisposición particular a la rectitud moral, esa misma rectitud que algunos modernos propagandistas de un neo-anarquismo pre o postsetentero confundían, por pereza, con un moralismo pasado de moda. Cipriano creía, de hecho, en la fidelidad, en la ejemplaridad y en el rigor, virtudes que se podían efectivamente calificar como pertenecientes a otra época. Para mí, esa rectitud inquebrantable era precisamente lo que le daba a Ciprinio ese encanto infinito.
Confederal - es decir, hombre de la Confederación (en mayúscula) -, Cipriano lo era en cuerpo y alma, hasta la médula, en lo más profundo de su ser. Para entender al personaje es necesario, en primer lugar, discernir este rasgo, evitando, si es posible, sonreír. Entre la militancia, no era el único, entonces, en haberse identificado, Cipriano, con la CNT hasta considerarla lo fundamental de su existencia, a la vez su familia y su hogar. Asimismo, era una de las principales características de esta generación de militantes a la que él pertenecía. Los proletarios que la formaron habían empezado a existir, como tales, en las luchas de los años 1920, las cuales, entre huelgas y sabotajes, mítines y manifestaciones en la calle, les habían conferido la certeza - y el orgullo - de pertenecer a una clase peligrosa para el capital. A aquella CNT, la de Salvador Seguí, Cipriano se unió como consecuencia de la huelga revolucionaria de agosto de 1917. Como sindicalista, para empezar. Desde entonces, vivió, día a día y en sus carnes, los avances y los retrocesos de las luchas, asumiendo asimismo sus contradicciones y convencido de antemano de que no siempre se elegían los medios del combate. Así, cuando llegó, en el 36, la hora del gran enfrentamiento, la militarización de las milicias encontró en él un partidario declarado, y no es que hubiera dejado de un día para otro de aborrecer el ejército y los entorchados, sino que lo hizo por pragmatismo o realismo, de la misma manera que la dirección de la CNT-FAI mermó sus principios al adscribirse a las tesis del antifascismo institucional. Las actuaciones armadas de Cipriano fueron legendarias y sus capacidades estratégicas reconocidas, incluso por sus adversarios. Los estalinistas creyeron poder recuperarlo, antes de convertirlo para largo tiempo en su enemigo público número uno. Es cierto que, durante los últimos días de un conflicto agotador, él se había atrevido a oponerse militarmente a sus demagógicas pretensiones y a reducir sus fuerzas a prácticamente nada. Los acontecimientos madrileños de marzo de 1939, que fueron la revancha tardía del barcelonés mayo de 1937, tuvieron, sin embargo, otro sabor : la guerra se había perdido. Irremediablemente y para siempre. Desde entonces, Cipriano se aferró al torbellino de la Historia con la firme voluntad de no ceder : la huida, los campos de África del norte (los peores), la evasión, la detención por la policía de Vichy, la entrega a Franco, el consejo de guerra y la condena a muerte. Tres años de un calvario sin fin. Tres años que le templaron un poco más el carácter. No pidió gracia. Esperó. Al igual que esa mitad de España vencida, cuyos ardientes combatientes poblaban sus cárceles y las rutas del exilio. Esperó la muerte. No vino. Pero el cauce de la Historia puede cambiar, aunque sea en apariencias. Las fuerzas del Eje perdieron la guerra y Franco tembló un instante sobre su montón de cadáveres. En cuanto a Cipriano, éste salvó su pellejo y salió de prisión en 1946. En libertad condicional definitiva.
La ilusión de que los días del régimen estaban contados, compartida igualmente por todos los sectores de la oposición antifranquista, fue consecuencia del error de análisis que la sostenía. En este fin de guerra, efectivamente, a ninguna potencia del campo de los vencedores le interesaba realmente que Franco dejase campo libre. Su obsesión por el orden ofrecía la ventaja de descartar durante mucho tiempo cualquier perspectiva de subversión. Hubo ciertamente, aquí y allá, algunas conciencias desgraciadas para derramar lágrimas de cocodrilo sobre la difunta República, pues tal era su democrático papel. Las autoridades encargadas del New World lo tuvieron en cuenta, por educación. Dieron su visto bueno a la legalización de las lastimosas instituciones de la República en el exilio y atribuyeron - vigilándolas de cerca - un marco legal a las organizaciones antifranquistas refugiadas. Como los demás, Cipriano se había sin duda imaginado otra salida y, como los demás, tuvo que conformarse con el abandono de las llamadas democracias. La causa de España era, una vez más, un asunto de españoles y, al igual que en el 36, a su pueblo se le pedía no perturbar el orden del mundo ni los movimientos de capitales. En suma, de palmarla en silencio.
En estas circunstancias, la CNT - ya dividida entre “políticos”, mayoritarios en España, y “apolíticos”, mayoritarios en el exilio - perdió la brújula. Cuando la Historia en mayúscula - la que atañe a la geopolítica internacional- no da pie a perspectiva alguna, es la historia en minúscula - la que nace del agotamiento de las esperanzas - la que toma irremediablemente el relevo. La CNT se metió entonces en una guerra sin piedad contra ella misma. A golpes de argumentos, de comunicados, de denuncias y de zancadillas. Esa guerra duró dieciséis años. En esa tormenta, Cipriano se imaginó, en un principio, que nada contaba más que derribar el régimen y, para hacerlo y como representante del comité nacional de la CNT del Interior, conspiró. Con republicanos, opositores monárquicos, y hasta con generales hostiles a Franco. Con cualquiera, en suma, convencido otra vez que la realidad de una dictadura establecida en la duración no permitía la opción de las armas. Pero él no tardó en juzgar a los pobres aliados que tenía y a comprender los límites de la lucha emprendida. En vista de los lamentables resultados obtenidos, decidió, entonces, marcharse a Francia y dedicar lo esencial de sus fuerzas a favorecer la unidad entre los dos sectores de la CNT. Delegado del comité nacional del interior, traspasó clandestinamente la frontera hispano-francesa en febrero de 1947.
Para quien llegaba entonces a Toulouse con un proyecto así, la bienvenida no era de las más cálidas. En la sede de la CNT considerada como “apolítica”, la estufa de carbón de la calle Belfort - “la escuela del terrorismo”, decía la prensa franquista -hacía entrar en calor también los rencores y el sectarismo de una mini burocracia mal pagada, pero preocupada por defender sus intereses de clan. Cipriano, cuya trayectoria militante hablaba por él, trató de convencer a sus interlocutores de las razones de su enfoque. Sin éxito. La máquina de calumnias se encargó de reducir los efectos soltando algunas pérfidas acusaciones al respecto. Desde entonces, comprendió dos cosas : por una parte, que el método no era el bueno y, por otra, que era necesario dejar pasar tiempo. Esto fue lo que hizo.
Instalado desde entonces en Francia con su familia, Cipriano encontró trabajo en la construcción. En Toulouse, primero, y en París, a continuación. Las noticias que recibía de España dejaban poco lugar al entusiasmo. El país, admitido en la ONU en el 53, cumplía entonces el papel de vigía del “mundo libre” que, con la ayuda de la guerra fría, le había otorgado Estados Unidos, por medio de subsidios. De esta forma, Franco había salido hábilmente del apuro. Del pueblo, este pueblo insumiso y orgulloso que la CNT mitificaba sin lugar a dudas más de lo razonable, no quedaba progresivamente nada. El talento de las dictaduras reside, ante todo, en esa bárbara capacidad de reducir los vencidos al rango de cómplices. En un principio por miedo y luego por deseo de supervivencia. En este contexto desesperante, los libertarios de una y otra CNT desafiaban a lo imposible, cada uno a su manera, siempre vana. Los años 1950 fueron los de todos los fracasos : el de la estrategia de reconstrucción sindical, el del antifascismo político, el del repliegue ideológico y el de la lucha armada. Al final de este desastroso decenio, había llegado la hora de reaccionar o de desaparecer.
La reunificación de la CNT, en 1961, marcó el punto esencial de un largo proceso de maduración interna, del que Cipriano fue con certeza, junto con algunos otros, uno de los principales artífices. Mediante la multiplicación de los contactos en la base, el acercamiento de los puntos de vista, el combate de las reticencias, él se involucró a lo largo de los años sin regatear esfuerzo. Esta idea del reencuentro cenetista, la tenía, tal y como se ha visto, desde su llegada a Francia, más de diez años antes. Se basaba, de hecho, en la constatación de una evidencia : como las circunstancias que habían provocado la escisión de 1945 habían pasado a la historia, el hecho de querer mantenerlas artificialmente tan sólo respondía a lógicas conservadoras. Es decir, de la división tan sólo se beneficiaban aquéllos que, instalados en los mandos de una organización en vías de desaparición, defendían sus propios intereses burocráticos. Las bases de las dos CNT rivales, a las que se llegó con la argumentación unitaria, decidieron saldar sus diferencias en el congreso de Limoges. Una vez hecho esto, abrieron la vía a un nuevo periodo de esperanza, de dinamismo y de combatividad. Un periodo muy corto, por lo demás, ya que, por más que se hubiera ganado, la batalla de la unidad no frenó el declive histórico de la CNT, simplemente lo retrasó.
Cuando conocí a Cipriano, habían pasado unos seis años desde el congreso de Limoges. Por ese entonces, había llegado de nuevo la hora de los ajustes de cuentas internos. A las Juventudes Libertarias les tocó primero. El Estado francés las situó fuera de la ley, al igual que las instancias dirigentes de una CNT aferrada a la defensa de “principios, tácticas y finalidades” de otra época, que a penas servían para disimular el retorno al inmovilismo que había seguido la escampada unitaria. La experiencia algo caótica de Defensa Interior (DI), organismo semiclandestino originado en el congreso de Limoges con misión de coordinar la lucha antifranquista, había servido de pretexto para el retorno de la llama. Cipriano había prestado su colaboración decidida a las actividades del “submarino” - así se le llamaba al “DI” entre iniciados. Afirmar que aceptaba sin rechistar todos sus objetivos u opciones sería exagerado, pero los asumía con constancia, seguro de que el intento había sido loable, seguro igualmente de que su labor había sido saboteada desde su interior por algunos de sus miembros, más ocupados en hacer que fracasara que en que prosperara. Para él, la causa era evidente : el “DI” no merecía ni exceso de elogios ni excedente de reproches. Había llevado a cabo su labor activista con los precarios medios de los que disponía y contra las trabas que se le dispusieron en su camino. Desde entonces, se había pasado página o, al menos, así lo pensaba... Sin razón.
La experiencia del “DI” provocó, efectivamente, una reacción legitimista en el seno de la organización confederal en el exilio. Una base envejecida y conformista solicitó de nuevo para ocupar cargos a aquéllos que precisamente lo habían dado todo para que la unidad nunca tuviera lugar. Con ellos, eso es cierto, los riesgos de aventura eran moderados. El único desliz - controlado - que dominaban de maravilla era de orden lingüístico y burocrático. La caza de brujas no se olvidó de nadie. Ni los partidarios de una inútil lucha armada, ni los sindicalistas a secas, ni los “faístas” de oposición, ni los adeptos de una CNT en contacto directo con su época. Todos fueron liquidados. De exclusiones en salidas voluntarias, el Secretariado Intercontinental - ¡que no es poca cosa ! - terminó por representar a una CNT limpia de cualquier impureza disidente, pero parecida a una concha vacía.
Expulsado de la Confederación - siempre en mayúscula, y eso a pesar de la ofensa -, Cipriano entraba entonces en el último círculo de una existencia que se confundía con ella. El choque fue brutal, no lo dudemos. En su casa - en su modestísima vivienda de la calle Jean-Jaurès, en Boulogne-Billancourt -, era ella quien ocupaba el poco espacio del que él disponía, ella quien salía a la luz en las conversaciones mantenidas con los visitantes, ella con quien Teresa, su compañera, se las arreglaba, por ser su destino y porque amaba a su Cipri más que a nada. Estos tres - la Confederación, Cipriano y Teresa - formaban un trío perfecto, a la antigua, absolutamente a contracorriente del cotidiano revoltoso de una generación cuyas hazañas turbaban las calles de un París cercano a la insurrección.
Mayo del 68... Uno tiene la edad de su tiempo. En el mío, desadoquinabamos las calles. Aquella primavera coloreó la esperanza. Yo creía, eso seguro, que todo era posible, con esa fe del novato que desdeña los imponderables y confunde la gimnasia con la magnesia. Hacía falta tener el olfato de los ancianos para darse cuenta de que la revolución no estaba al orden del día. Una explosión no incendia la llanura, decían los expertos en dinámica social. La juventud sublevada casi no los escuchaba. Vivía su sueño. Cada uno el suyo. El nuestro estaba a la medida de nuestras debiles capacidades ; el suyo resurgía de una memoria eternamente reconquistada. Aquel París, incluso sublime de insolencia, tenía desde luego poco que ver con el “corto verano de la anarquía” del 36. No importa. Encendió el imaginario de los milicianos de lo imposible. La prueba : ahí estaban, los compañeros, ahí estaban, en cada manifestación, bien apiñados bajo los pliegues de la bandera negra, en la Sorbona ocupada, y por supuesto, en el colegio de España - franquista - de la Ciudad Universitaria del bulevar Jourdan cuando lo convertimos en territorio liberado. ¡ La Ciudad Universitaria, vaya símbolo, Cipriano! Y es como si lo viera de nuevo, silueta bajita y achaparrada y rostro grabado al buril, con esa sonrisa de satisfacción al ver temblar el viejo mundo y feliz de estar todavía entre sus asaltantes. La fiesta duró poco, pero fue grandiosa. Por lo demás, los compañeros estaban en lo cierto : esto no era la revolución.
Al final de aquella primavera febril, nuestros caminos se separaron durante un tiempo.Yo viví un después desilusionador. Él retomó sus quehaceres : el tajo y la Confederación. Los opositores al inmovilismo burocrático se habían reagrupado en torno a un periódico, Frente libertario. Se reunían en el número 79 de la calle Saint-Denis, en ese barrio de los Halles que el modernismo y la especulación no tardarían en considerar objetivo prioritario, y en destruir, como todo lo que tocan. El local parecía un hormiguero. Varios grupos libertarios franceses lo frecuentaban y era lugar de paso y de mezcla.
De España también llegaban visitantes, muchos y jóvenes en su mayoría. Hacían las tres etapas obligatorias del recorrido parisino: la editorial Ruedo Ibérico, en la calle de Latran, donde el elegante José Martínez Guerricabeitia oficiaba; la “Boule d’or”, en Saint-Michel, donde Agustín García Calvo celebraba tertulias; y “San Denis”, donde Cipriano Mera quemaba “Gauloise” tras “Gauloise” mientras imaginaba un futuro para la CNT. Algunos de estos turistas de un nuevo género regresaban tal y como habían llegado, más o menos convencidos, más o menos comprometidos. Otros, sin embargo, quedaban profundamente marcados. Hasta puedo decir que he conocido algunos. Cipriano, quien creía en la palabra y en el ejemplo, los recibía de una manera fraternal. Ante sus preguntas, no obstante, refunfuñaba, rehusando su pequeña notoriedad. Cuando, al verse acorralado, comenzaba a relatar la defensa de Madrid o la batalla de Guadalajara, lo hacía con tal sobriedad de palabras, con tal carencia de efectos oratorios, con tal ahorro de detalles, que contrariaba la leyenda y, probablemente, decepcionaba a su público. Adrede, es mucho decir, pero seguramente por rechazo - consciente o inconsciente - a conformarse con la imagen que se esperaba de él, al personaje que se quería ver y que se le adhería a la piel. Mucha de su fuerza de convicción procedía de ahí, por lo demás, de esta distancia que había sabido instaurar entre él y el otro, entre el albañil y el general anarquista, entre la vida y el mito guerrero. No es que renegara, más bien al contrario, de lo que había sido y había hecho, sino que de ahí no extraía ninguna gloria y no aceptaba ningún beneficio, ni aunque fuera protocolario. Tan sólo le interesaba lo que los jóvenes pensaban del futuro y cómo iban a construirlo. Sinceramente.
Fue necesario insistir mucho para que aceptara escribir sus memorias. La historia se conoce. En 1973 le llegó una ventajosa oferta de Madrid. El “tardofranquismo” - que entonces no se denominaba así - empezaba, a la chita callando, a preparar su transición. Un año más tarde, la respuesta de Cipriano fue mordaz : ningún libro de Mera se iba a publicar en un país que reservaba a los libertarios el destino del ejecutado mediante garrote vil Puig Antich. Cipriano confió, entonces, su manuscrito a Ruedo Ibérico y cedió sus derechos al movimiento libertario. Se publicó en 1976, demasiado tarde para que el viejo luchador pudiera verlo. Dejó este mundo el 24 de octubre de 1975.
Los funerales tuvieron lugar el 30 de octubre en el cementerio de Boulogne-Billancourt. Fue un día de una dulzura otoñal infinita. Entre los asistentes, numerosos y plurales, otra muerte - aquélla anunciada y esperada - estaba en todas las bocas : la de Franco. Para muchos, esta espera atenuaba la tristeza del momento. La vida es así, se agarra con desesperación al futuro, incluso al más incierto, incluso al más dudoso.
Unas semanas más tarde, la noticia del fallecimiento del Caudillo se acogió como es debido, con embriaguez. Unos meses después, España entró en la modernidad democrática, que convenía a los intereses del Gran Mercado. Y unos años más tarde, la CNT, que se reconstruyó con rapidez, se destruyó en un abrir y cerrar de ojos. Tres años de pugilatos internos terminaron con las esperanzas más tremendas. Se baja el telón. Con el tiempo, puede decirse que Cipriano seguramente murió a tiempo. Si hubiera durado un poco más, habría tenido que admitir, turbado, que esta España ya no era la suya y que esta Confederación que tanto había amado ya no merecía ni su mayúscula.*2
Fuentes de información: *1 FilmAffinity, *2 Artículo de Freddy Gómez, publicado en Antimilitaristas, Filmoteca de Andalucia, Patio de Butacas (info y descarga), Vagos (info y descargas).
3 comentarios:
Este fue el que traicionó al gobierno de la República en comandita con Besteiro y Casado. ¡Que pedazo de cabrón!
Pardal, eres más tonto que una patada en los cojones. Que bien se critica desde el silloncito delante del ordenador.
http://www.teledocumentales.com/vivir-de-pie-las-guerras-de-cipriano-mera/
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