Título original: Encounters at the End of the World
País de producción: U.S.A.
Dirección: Werner Herzog
Producción: Henry Kaiser.
Música: Henry Kaiser y David Lindley.
Fotografía: Peter Zeitlinger.
Montaje: Joe Bini.
Duración: 99 min.
Año: 2007
“¿Por qué un animal tan sofisticado como un chimpancé no usa a los seres inferiores? Podría sentarse en el lomo de una cabra y avanzar hacia la puesta de sol” se pregunta un Herzog obsesionado con desnudar al ser humano, deshaciéndolo de todas sus máscaras, al inicio de Encuentros en el fin del mundo, su última película (una producción televisiva, como The Wild Blue Yonder). De la curiosidad generada por unas misteriosas imágenes grabadas en el océano que yace bajo el hielo antártico nace lo que será una búsqueda de los orígenes de la humanidad y de respuestas a las pregunta de nuestra existencia (como no podía ser de otra manera en una película herzogiana, la naturaleza surge como esencial). Encuentros en el fin del mundo es un intento de un reencuentro físico y místico con las partículas que actuaron en el Big-Bang y con los organismos unicelulares de los que procedemos. Y qué mejor lugar para esto que el polo sur, un territorio que representa tanto el fin del mundo del título como el principio del mundo, el lugar inicial. Recuerdo que en un momento de la película alguien dice que “no hay nada más al sur del polo sur”; porque ir hacia abajo, hacia el sur, representa un ejercicio de retroceso histórico, aún mejor, un acto de retroceso hacia lo anterior.
Acompañado por su particular voz en off, pero alejado de su recurso habitual de construir la película alrededor de un individuo, Herzog construye Encuentros en el fin del mundo entorno al ser humano que algunos insisten en ir a buscar en el macrocosmos, hacia el cielo (arriba), y olvidan que hay que comenzar por abajo, por lo minúsculo, por lo próximo. Como ya señaló en The Wild Blue Yonder, para Herzog el espacio exterior y las profundidades marinas son secretos afines, y en uno de los momentos además nos lo presenta de un modo que puede sonar irónico: las criaturas más cercanas a lo que nos ha mostrado siempre el cine de ciencia-ficción las podemos encontrar en las profundidades del océano antártico. Pero nos lo creemos, porque lo vemos. Además, nos recuerda también que así como ahora ansiamos partir de nuestro planeta para conquistar el espacio, un día abandonamos el agua para colonizar la tierra, posiblemente por miedo del entorno.
En el polo sur Herzog encuentra (“¿quién sabe con quién se va a encontrar uno en un lugar al fin del mundo?”) desde la el centro de la tierra, hasta el cielo, pasando por distintos espacios intermedios paralelos. La película está estructurada sobre estos espacios/dimensiones en los que yacen los misterios y las respuestas sobre nosotros, y que funcionan como capas: desde el aterrizaje en ‘tierra firme’, vamos descendiendo poco a poco hacia el hielo primero, el mar que hay debajo después, y el magma que yace del interior del planeta, para finalmente subir a los cielos en un intento de reencontrarse con las partículas subatómicas que son los neutrinos. Claro que, entre medio de todo esto, hay algunos desvíos del camino como el que muestran los pingüinos desorientados en la escena más bella y fascinante de toda la película.
En Encuentros en el fin del mundo queda claro el rechazo de Werner Herzog del polo sur como un espacio guiness, un punto donde se baten récords o clavan banderitas. Las imágenes del cúmulo de banderas nacionales vienen a mostrar todavía más su insignificancia. El continente antártico es, en cambio, un lugar de peregrinaje espiritual –los cantos ortodoxos que escuchamos en diversos momentos de la película parecen pertenecer, de una manera misteriosa y harmónica, a los paisajes que observamos en las imágenes-, porque es el no-lugar del mundo contemporáneo, un territorio que no pertenece a nadie y pertenece a todos. Allí, donde conviven los microorganismos marinos más misteriosos, los antiguos mitos griegos, la tecnología más avanzada e internet, encontramos un universo paralelo al del resto de la sociedad civilizada, que aún siento tan onírico como es, contiene los elementos de nuestra historia: el pez congelado y otros ‘accesorios’ enterrados justo en el polo sur para que futuros colonizadores extraterrestres tengan dato de nuestra existencia cuando nos extingamos. Durante su viaje, Werner Herzog no encontró respuestas a sus preguntas que fueran posibles de transmitir con nuestro lenguaje convencional, aunque con la ayuda del lenguaje cinematográfico consiguió acercarnos un poco más a ellas. Porque no importa más el porqué de los sonidos que emiten las focas bajo el agua que esta propia música. El mismo viaje, la presencia física en aquél lugar convertido en mito de la (in)existencia, el contacto con los elementos presentes en el polo sur, proporciona una experiencia que es transformada en respuesta.
Acompañado por su particular voz en off, pero alejado de su recurso habitual de construir la película alrededor de un individuo, Herzog construye Encuentros en el fin del mundo entorno al ser humano que algunos insisten en ir a buscar en el macrocosmos, hacia el cielo (arriba), y olvidan que hay que comenzar por abajo, por lo minúsculo, por lo próximo. Como ya señaló en The Wild Blue Yonder, para Herzog el espacio exterior y las profundidades marinas son secretos afines, y en uno de los momentos además nos lo presenta de un modo que puede sonar irónico: las criaturas más cercanas a lo que nos ha mostrado siempre el cine de ciencia-ficción las podemos encontrar en las profundidades del océano antártico. Pero nos lo creemos, porque lo vemos. Además, nos recuerda también que así como ahora ansiamos partir de nuestro planeta para conquistar el espacio, un día abandonamos el agua para colonizar la tierra, posiblemente por miedo del entorno.
En el polo sur Herzog encuentra (“¿quién sabe con quién se va a encontrar uno en un lugar al fin del mundo?”) desde la el centro de la tierra, hasta el cielo, pasando por distintos espacios intermedios paralelos. La película está estructurada sobre estos espacios/dimensiones en los que yacen los misterios y las respuestas sobre nosotros, y que funcionan como capas: desde el aterrizaje en ‘tierra firme’, vamos descendiendo poco a poco hacia el hielo primero, el mar que hay debajo después, y el magma que yace del interior del planeta, para finalmente subir a los cielos en un intento de reencontrarse con las partículas subatómicas que son los neutrinos. Claro que, entre medio de todo esto, hay algunos desvíos del camino como el que muestran los pingüinos desorientados en la escena más bella y fascinante de toda la película.
En Encuentros en el fin del mundo queda claro el rechazo de Werner Herzog del polo sur como un espacio guiness, un punto donde se baten récords o clavan banderitas. Las imágenes del cúmulo de banderas nacionales vienen a mostrar todavía más su insignificancia. El continente antártico es, en cambio, un lugar de peregrinaje espiritual –los cantos ortodoxos que escuchamos en diversos momentos de la película parecen pertenecer, de una manera misteriosa y harmónica, a los paisajes que observamos en las imágenes-, porque es el no-lugar del mundo contemporáneo, un territorio que no pertenece a nadie y pertenece a todos. Allí, donde conviven los microorganismos marinos más misteriosos, los antiguos mitos griegos, la tecnología más avanzada e internet, encontramos un universo paralelo al del resto de la sociedad civilizada, que aún siento tan onírico como es, contiene los elementos de nuestra historia: el pez congelado y otros ‘accesorios’ enterrados justo en el polo sur para que futuros colonizadores extraterrestres tengan dato de nuestra existencia cuando nos extingamos. Durante su viaje, Werner Herzog no encontró respuestas a sus preguntas que fueran posibles de transmitir con nuestro lenguaje convencional, aunque con la ayuda del lenguaje cinematográfico consiguió acercarnos un poco más a ellas. Porque no importa más el porqué de los sonidos que emiten las focas bajo el agua que esta propia música. El mismo viaje, la presencia física en aquél lugar convertido en mito de la (in)existencia, el contacto con los elementos presentes en el polo sur, proporciona una experiencia que es transformada en respuesta.
Un texto de Stefan Ivančić para Contrapicado.net.
Fuentes de Infomación: DocumentalesOnline, Contrapicado.
Ver en Youtube en V.O. sin subtítulos.
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